¿QUÉ HACE EL ESPÍRITU SANTO EN EL INTERIOR DE LAS FAMILIAS?

La acción del Espíritu Santo es fundamentalmente la de revelarnos a Jesucristo. Si no le ponemos obstáculos Él nos introduce como un guía en la “Verdad” que es Jesús. Recibimos la primera gran efusión del Espíritu Santo en el Bautismo y se refuerza este gran Don en el Sacramento de la Confirmación. La base de toda la vida en Cristo está en el Bautismo -Confirmación. Por estos dos sacramentos somos templos vivos de la Santísima Trinidad. Dios nos habita. Nuestra “carne”, cuerpo psicobiológico, es santificado, consagrado a Dios. Ya no nos pertenecemos sino que somos de Cristo, somos su propiedad. El sacramento de la Confirmación hace del discípulo de Cristo un testigo llenos de poder. Los dones del Espíritu Santo actúan en el interior del cristiano para llevarlo a la perfección de la vida “en Cristo”.  Debemos estudiar en el Catecismo de la Iglesia Católica los números relativos al Espíritu Santo para instruirnos convenientemente en esta materia.

La divina providencia la entendemos casi siempre como una acción de Dios que nos protege de los males físicos o que nos beneficia con bienes materiales. En realidad la divina providencia tiene como primordial objetivo rodearnos de los elementos y circunstancias necesarias para nuestra salvación y santificación. Dios ama a todas los seres humanos, sus hijos, con un amor único, absoluto, total. Él no hace acepción de personas. No destina a unos a la vida eterna y a otros a la condenación. Al contrario Dios nos crea a todos sin excepción para llevarnos a la felicidad eterna. Nos da la oportunidad de crecer voluntariamente en su amor.  La libertad que el Señor nos da tiene como objetivo que lo amemos cada día más y más. Por eso al final de nuestras vidas recibiremos el premio de acuerdo al amor que le hayamos tributado. La acción diabólica busca apartarnos de ese designio amoroso de Dios. El objetivo de Satanás es que se condene el mayor número posible de almas.

Lo logra engañando y persuadiendo a sus víctimas para que se aparten de los mandamientos de la Ley de Dios y se hagan “dueños y señores” de su propia vida. El Espíritu Santo actúa con sus dones iluminando la inteligencia y fortaleciendo la voluntad para que enfrentemos las tentaciones y demás ataques de los espíritus malignos. Vemos en la historia de Isabel Kindelmann cómo toda su historia fue un acérrimo combate contra las vejaciones extraordinarias con que Satanás la afligía para que abandonara la misión que la Virgen le había encomendado: la difusión de la Llama de Amor. Nos equivocamos cuando pensamos que la principal acción de los espíritus malignos es externa. No nos deben dar tanto miedo las manifestaciones externas de las posesiones diabólicas cuanto las tentaciones y “opresiones” invisibles a nuestro interior.

Las principales son la soberbia, el orgullo, la prepotencia, la dureza de corazón, el odio a Dios y al prójimo, la violencia, la ambición del dinero y del poder, la búsqueda del placer sexual fuera de los designios del Creador, la esclavitud de los diversos vicios, el desprecio de la vida humana, la indolencia para obtener la vida eterna, etc. El combate espiritual se da en este terreno. Dios dispone todo para nuestro bien. Las tentaciones no son un mal sino la ocasión de recurrir al auxilio divino pidiendo la fuerza para salir victorioso del combate. Dios responde a nuestras súplicas.  La gracia de la Llama de Amor se despliega cuando la pedimos intensa y perseverantemente. Esta lección la aprendemos de la vida de Isabel y de numerosos santos. El Rosario con la jaculatoria “derrama el efecto de gracia de tu Llama de Amor sobre toda la humanidad” es el instrumento que María nos da para salir victoriosos contra los ataques del Maligno.

Ese efecto de gracia se derrama a través de los siete dones del Espíritu Santo: Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Los frutos del Espiritu Santo son la consecuencia de la victoria contra el enemigo maligno: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, mansedumbre, fe, fidelidad, modestia, continencia y castidad. La súplica pidiendo la efusión del Espíritu Santo ha de ser permanente. Si no se ora no hay gracia. La devoción a la Llama de Amor nos lleva a comprender lo que la Virgen nos dice: la jaculatoria “derrama el efecto de gracia…” ha de ser como una respiración permanente.  Si dejamos de respirar nos morimos. Si dejamos de orar pidiendo el efecto de gracia nos debilitamos y sucumbimos a la malicia de los enemigos de nuestra salvación.

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