Oración y sacrificio por nuestros consagrados (III)

Jesús reprocha a los consagrados la tibieza de su corazón. No lo aman como Él desea ser amado. Se interesan más por el mundo y las cosas mundanas. “No quieren unirse íntimamente conmigo. Les divierten los pensamientos mundanos” (pág. 36, Diario Espiritual de la Llama de Amor, edición Costa Rica). Debemos de hacer oración y sacrificio por nuestros consagrados. 

El Corazón de Jesús es un corazón humano, siente como nosotros la indiferencia, el desprecio, la ingratitud. Jesús pide ser amado. Sin embargo ese dolor que experimenta el corazón del Dios encarnado no significa que Él tenga necesidad de nuestro amor para ser infinitamente feliz. La sed de amor que abrasa el corazón de Cristo se explica por nuestro mayor bien. Dios nos ama para hacernos felices eternamente, no para ser Él feliz. 

A Dios no le falta nada. Sin embargo de una manera que no está al alcance de nuestra total comprensión, el corazón de Dios sufre cuando no le amamos. Cuando Jesús se queja de que las almas consagradas no quieren unirse íntimamente con Él, lo que está expresando es el dolor que le causa el mal que nos hacemos a nosotros mismos. Su amor por nosotros es tan grande que quiere vernos infinitamente felices. Mientras más unidos a Él estemos, más felices seremos. Nuestra felicidad depende del grado de unión que tengamos ya desde esta tierra con Él, con su Corazón. 

El objetivo de la Llama de Amor es el de hacernos felices en esta tierra y por toda la eternidad: la salvación de nuestras almas. Por eso Jesús dice: “Sumérgete en Mí” (p 36). Los consagrados son almas escogidas a las que Dios llama a una intimidad muy especial con Él. “A éstas si acogen Mi Gracia, yo las colmo de gracias especiales. A quien se siente conmigo y vive para Mí, con Mi amor sin límites le arranco del mundo como he hecho contigo” (p 37).
El objetivo de esta predilección es unir a estas almas a su Misterio Redentor haciéndoles participar de su pasión para la salvación de los pecadores: “Con todo el amor de tu corazón sumérgete en Mi dolorosa pasión” (p 41). “Si aceptas sacrificarte, hija mía, recibirás todavía mayor abundancia de gracias” (p 41).
No podemos comprender los sufrimientos del Corazón de Jesús si no tenemos presente como trasfondo el Misterio del pecado y de sus terribles consecuencias: la condenación eterna de las almas. El Verbo de Dios se encarnó para deshacer las obras del Diablo; y la obra principal del Demonio es arrastrar las almas al infierno eterno. Todos somos solidarios en Cristo porque formamos parte de su Cuerpo Místico que es la Iglesia. “Que todos sean UNO como Tú Padre estás en Mí y Yo en Ti” (Jn 17,21), dice Jesús en la sublime oración sacerdotal. 

Las almas consagradas están especialísimamente llamadas a “vivir en íntima unión con Cristo” (p 46), es decir a participar en su dolorosa pasión para la salvación de las almas. Cuando los llamados se entregan al mundo traicionan la misión que se les ha encomendado.  Muchas almas entonces corren el peligro de condenarse porque quienes debían orar y sacrificarse por ellas han renunciado a su vocación. 

Los consagrados “…son llamados a vivir en íntima unión conmigo. Comuniquen esto especialmente a las almas que a pesar de que me reciben frecuentemente en su corazón, no por eso se acercan más a Mí. En vano querría llevarlas a mayor profundidad espiritual si ellos dan la vuelta y me abandonan. No se acuerdan de Mí en medio de los trabajos del día. ¡Esto me duele tanto! ¡Sufro tanto! ¡Cuando dicen: Señor no soy digno… no me den la espalda, sino háganse dignos, dispongan sus corazones para una continua unión conmigo por medio de una jaculatoria fervorosa o una mirada de amor…” (p 47).
Todo bautizado está llamado a este ideal, pero sobre todo los “consagrados”. La tibieza, la indolencia consiste en el enfriamiento del amor primero. Es una auténtica infidelidad. De eso se queja Jesús: de no ser amado como le corresponde por aquellos a quienes Él ha llamado a una gran intimidad y ha colmado de tan grandes beneficios. 

Algo así como una madre que después de haber dado la vida por sus hijos, es tratada con desprecio o frialdad. Jesús busca en Isabel (Kindelmann) el consuelo que no encuentra en sus consagrados: “Desea para mí, hijita, muchas almas. Que sea este el objeto de tu vida que no pierdas nunca de vista. Por eso te he arrancado del mundo, para esto te escogí, me alegro de que al menos tú, te hayas compadecido de Mí, me comprendas y en mi inmenso dolor me consueles” (p 47). 

Consolar a Jesús es reparar la frialdad de las almas tibias: “Repárame en lugar de aquellas almas también que aunque consagradas a Mí, no se preocupan de Mí” (P 69). “Hijita mía ¡Sufre conmigo!, ¡Siente conmigo!, ¡Alivia mi dolor!” (P 71). “Ámame más todavía, con mayor fidelidad, y no te canses de oír mis continuas súplicas. Me quejo mucho hijita mía, porque son tan pocos los que me escuchan. En vano me quejo a las almas a Mi consagradas, no entran en lo íntimo de sus almas para que a ellas también les haga oír mis lamentos” (p 72). “Ofréceme tu alma sacrificada y sírveme sólo a Mí con profunda sumisión. Hazlo en lugar de aquellos que no lo hacen aunque son almas consagradas a Mí” (p 76).

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