LA TRAGEDIA DE LOS NIÑOS ABORTADOS (1)

Queridos hermanos y hermanas: 

Quiero compartirles algunas de mis experiencias en el campo del exorcismo con las almas de los niños abortados.  Ojalá que estas palabras ayuden a muchas mujeres a amar y respetar la vida de estos hermanitos inocentes, como son los niños en el seno materno, débiles, vulnerables, necesitados de amor, llenos de ternura. Tenemos una falsa idea acerca de los difuntos. Creemos que cuando uno muere, termina su vida y “desaparece del mundo de los vivos”. Guardamos “un recuerdo” de los difuntos y por muy queridos que sean el tiempo termina  borrándolos de nuestra memoria. Es como si se hundieran en el olvido. La realidad es otra. Siendo los seres humanos una misteriosa unión entre espíritu, el alma,   y la materia, el cuerpo, ya no podemos morir porque el espíritu nunca muere. La Fe católica nos dice que un día determinado por Dios, resucitaremos.

Estamos destinados a vivir para siempre. Aunque los difuntos hayan muerto, están vivos. Jesús lo dice: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12,27; Lc 20,38). La muerte es la separación temporal del alma y del cuerpo. Es el castigo de pecado. El alma separada de su cuerpo entra en una situación “anómala” temporal. Es un estado pasajero incómodo, “doloroso” porque no puede usar de su cuerpo para expresarse.  Aunque el cuerpo haya muerto y se corrompa, el alma no deja de vivir y de sentir. Se siente “desconcertada” y necesitada de su cuerpo, experimenta una gran confusión. Está anhelando con todas sus fuerzas “ver a Dios”, pero vive en una oscuridad dolorosa y busca el consuelo de los suyos. Terminado el purgatorio el alma experimenta la infinita felicidad del encuentro con el Padre celestial y la familia de Dios entera.  

El autor de la carta a los Hebreos nos dice que “vivimos rodeados de una inmensa multitud de testigos” (He 12,1) y se refiere a los grandes héroes de la Fe del Antiguo Testamento. Vivimos inmersos, aunque no lo veamos con nuestros ojos carnales, en el mundo espiritual. Los Santos, los ángeles, las almas del purgatorio. Los espíritus espíritus malignos no forman parte de la familia de Dios. Ellos están observándonos con odio y actúan contra nosotros y contra las almas de los difuntos para procurar dolor y desgracia. En el plan de Dios somos “una familia” en la cual todos interactuamos, los que han vivido antes que nosotros y los que actualmente estamos de paso por esta tierra, esperando que nos llegue el día de pasar a la “vida eterna”. En una verdadera familia todos comparten su propia felicidad para ayudar a los demás a lograr la suya.  Cada uno de nosotros, ángeles y seres humanos hemos sido elegidos desde toda la eternidad para ser miembros de esa familia del Padre celestial. «Yo te elegí antes de que nacieras…” (Jr 1:5). Esa elección es hecha con amor infinito. 

El Padre nos ama con el amor más tierno que pudiésemos imaginar. Cada niño es engendrado por el Padre celestial en el seno de la madre y destinado a gozar del Amor del Creador.  Los padres de familia son los cooperadores de Dios en este gran proyecto del Reino de los Cielos. Es un honor grandioso que el Creador hace a aquellos y aquellas a quienes les da la gracia de engendrar un niño. Dios lo confía en manos del padre y sobre todo en manos de la madre. Por eso en el corazón de la mujer y sobre todo en el de la que es madre, se da un misterio especial: la unión del alma del niño y del alma de la madre. Estamos siempre unidos espiritualmente a nuestros padres y especialísimamente a la que es nuestra madre. Lazo que nunca jamás podrá romperse. 

En el Diario de Isabel Kindelmann María Santísima hace hincapié en esta realidad cuando habla del papel de la mujer y de la madre en el misterio espiritual de la Llama de Amor. María escoge a Isabel porque “es mujer” y “porque es madre” porque solamente una madre puede experimentar el dolor que la Virgen en cuanto madre de toda la humanidad experimenta ante la pérdida eterna de las almas. Esta es la razón por la que son las mujeres quienes tienen el papel más importante en la expansión de la Llama de Amor. ¿Habrá acaso un honor más grande para las mujeres que el de ser madres? ¿Habrá un trabajo más digno y más glorioso que el de cuidar a los hijos de Dios? ¿Habrá dolor más grande que el de perder un hijo?

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