CARTA No.183: Un padre de familia dice:

“Padezco de un mal que acecha a las personas, una enfermedad muy fuerte: el alcoholismo. Cada día es más difícil…pero quiero salir adelante por mi familia. El licor ha destruido a mi familia…y amo a mis hijos. Mi hijo está en tratamiento psicológico. Mi pasado ha afectado a mi hijo. Ore por mi familia, que nos dé fortaleza para educar a nuestros hijos y criarlos en el temor de Dios”.

Respuesta: Este padre de familia, bastante joven, vive en una isla de Nicaragua. Está desesperado porque su hijo de diez años está experimentando una gran crisis. El niño no soporta el alcoholismo del padre y presenta episodios de gran rebeldía y amenaza con suicidarse. Pide que ore por él. La gran realidad es que no basta rezar por aquellos que se encuentran ante la tragedia de una familia en descomposición causada por sus propios vicios. Es necesario ir a la raíz del problema. Sea este vicio el alcoholismo, el juego de azar, las infidelidades permanentes, el adulterio, la violencia intrafamiliar, las prácticas esotéricas, la mentira patológica, la adición a estupefacientes, la pornografía, la delincuencia en todas sus formas, etc. Para que estos pecados sean superados es necesario que sea la persona misma la que ore y entre en el camino de la conversión. No podemos contentarnos con pedir a los demás que oren por nosotros, si nosotros mismos no tomamos en mano nuestra propia salvación. El encuentro con Jesucristo no consiste en orar, en cantar, en oír la Palabra de Dios, ni siquiera en ir a Misa. Para que en realidad haya un cambio que transforme nuestras vidas es indispensable que abandonemos la “antigua manera de vivir” y asumamos el combate recio contra nuestras pésimas tendencias heredadas de nuestros primeros padres.

Ya lo hemos explicado en temas anteriores. No basta decir Señor, Señor para entrar en el Reino de los Cielos. El ser cristiano está muy lejos de cumplir con formalismos externos. El vicio de la embriaguez igual que los demás vicios es un pecado, y pecado muy grave por cuanto no solamente hiere al que lo cometer sino a toda la familia. Por ser un pecado, para abandonarlo se necesita la voluntad de renunciar a él y la gracia de Dios que secunda esa decisión. La gracia se obtiene por la oración. Por ese motivo Santiago nos dice que debemos acercarnos a Dios (St 4,8) y Dios se acercará a nosotros.“Limpien, pecadores, las manos; purifiquen los corazones, hombres irresolutos. Lamenten su miseria, entristézcanse y lloren” (St 4,8-9). El punto básico está aquí: el acercarse sinceramente a Dios, tomar los medios efectivos, perseverar en esta decisión. Dios se acercará sin ninguna duda otorgando las gracias necesarias y suficientes para sobrepasar el pecado. La renuncia a la tentación implica tener conciencia de que no se está luchando contra una problemática solamente humana sino que nos estamos enfrentando a “los perversos gobernadores del mundo invisible” (Ef 6,12). San Pablo nos habla de los espíritus malignos. Detrás de todos los vicios están los espíritus malignos que entenebrecen la mente e influyen sobre el corazón creando cadenas espirituales que esclavizan al alcohol, al adulterio, a las drogas, a la violencia, etc,.

Ese es el mensaje de la Llama de Amor. Para salir del pecado hay que renunciarse a sí mismo. Es el Evangelio. Se necesita entonces asumir nuestra realidad de hombres y mujeres “caídos”, heridos desde lo más íntimo por las tendencias al mal. La Llama de Amor no consiste solamente en rezar. Fundamentalmente es renunciar al pecado. Solamente que la gracia que otorga el Inmaculado Corazón de María cuando se asume el camino que Ella nos muestra es su gran poder para cegar al Demonio. La Virgen hace milagros en los corazones, pero para que Ella pueda hacerlos, debe encontrar en nuestra voluntad esa decisión de abandonar el mal. Es necesario poner en práctica los medios que Ella nos da. Estos medios están perfectamente explicados en los mensajes dados a Isabel Kindelmann. La Virgen nos lleva al combate contra Satanás en el interior de nuestro corazón y en el interior de cada familia. La familia católica ha de convencerse que por el contenido de la Fe son familias diferentes de aquellas que no creen. Tienen una gran responsabilidad ante Dios: ser testigos de Jesucristo renunciando al pecado. Deben proyectar a su alrededor la Luz que viene de Jesucristo.

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