JESÚS ILUMINA A TODO HOMBRE QUE VIENE A ESTE MUNDO

Cuando los enfermos se acercaban a Jesús pidiendo la sanación física, Jesús los curaba. Cuando le llevaban los endemoniados y afligidos por los espíritus malignos, Jesús los liberaba. El ministerio de Jesús fundamentalmente era la predicación del Reino de Dios. Siempre Jesús proclama el Reino sanando y liberando. La sola compañía de Jesús devolvía la salud del alma y del cuerpo. Los escritores sagrados que escribieron el Evangelio nos narran que las multitudes seguían al Señor y querían permanecer con Él. Cuando Jesús asciende a los Cielos no nos deja solos, nos deja un Consolador, el Espíritu Santo. Por su medio Él permanece siempre con nosotros en la Palabra de Dios y en los Sacramentos. El Espíritu Santo que inflama los corazones de los discípulos hace presente a Jesús cuando dos o más están reunidos en su Nombre (Mt 18,20).

Cuando Jesús está presente hoy de manera invisible, sacramental, hace lo mismo: predica el Reino y sana las enfermedades del alma y del cuerpo y libera de la acción del Enemigo de nuestra salvación. Lo hace principalmente por medio de la Iglesia. Las familias que creen en Jesucristo y ponen en práctica sus palabras experimentan esta presencia de Jesús. Las familias que acogen la plenitud de la Revelación, las que viven la Fe Católica, saben que la presencia de Cristo va íntimamente unida a la presencia invisible pero experimentable de la Virgen María. En aquellas comunidades que no le reconocen a María Santísima su condición de Madre Espiritual de la humanidad, la presencia de la Virgen es real pero no se experimenta a nivel consciente. María siempre actúa en toda la Iglesia, se la acepte o se la rechace.

La razón es que Jesús y María son inseparables. Jesús le dice a los Apóstoles que Él y su Padre son inseparables, están siempre juntos. Cuando el Señor Jesús habita en nuestra alma por la gracia de Dios está siempre unido al Padre y al Espíritu. Esta presencia de la Santísima Trinidad es una presencia “dialogante”, dialogan entre ellos y también con nosotros. Por eso podemos orar en nuestro interior de manera permanente y consciente hablando con cada una de las tres Personas. Pero todavía hay más; como todos los bienaventurados, los Ángeles y los Santos están en la Trinidad, podemos también hablar con ellos. Los Santos ven “todo” en Dios. Por ese motivo también podemos orar a los bienaventurados y vivir en íntima unión con ellos.

El dogma de la comunión de los Santos tiene aquí su base: todos los que amamos a Dios estamos en íntima unión espiritual. De manera especialísima estamos en comunión con María, la Madre de Jesús y nuestra. Podemos hablar con Ella y confiarle nuestras necesidades y Ella puede confiarnos sus anhelos, deseos y sufrimientos. Es el caso de muchos santos, entre ellos Isabel Kindelmann. La Virgen le habla y la hace partícipes de sus deseos, angustias y dolores. Ya desde ahora podemos experimentar la vida “celestial” que es esencialmente diálogo de Amor con Dios y con el prójimo. En el Diario Espiritual la familia va descubriendo este misterio de la Comunión de los Santos. El hogar debe ser la escuela donde aprendemos a vivir con Dios Padre-Hijo-Espíritu Santo y con los hermanos. Dios es Dios de vivos, no de muertos.

Los bienaventurados del Cielo, las almas del purgatorio y los que aún vivimos sobre esta tierra estamos íntimamente unidos en el amor a nuestro Creador. La felicidad del ser humano está en esa íntima relación con la Santísima Trinidad y con los hermanos. No está en la posesión de bienes materiales. Por ese motivo todos los seres humanos, la humanidad entera, estamos en igualdad de oportunidades. La verdadera riqueza es la Fe en Dios nuestro Señor y Creador. Como dice San Juan (Jn 1,9) “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. De una manera que no podemos comprender perfectamente la Llama de Amor del Inmaculado Corazón de María llega a todos los seres humanos, los que han existido, existen y existirán.

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