CARTA No.236 Leticia de Bogotá, Colombia dice: 

En varias de sus cartas su merced habla del sacramento de la reconciliación. Dice que es tan poderoso este sacramento que es capaz de romper todas las cadenas espirituales. El problema es que en muchísimas parroquias es misión imposible confesarse. Los padres no confiesan. Otro problema es que no sabemos confesarnos. No nos han enseñado cómo hacerlo. La mayor parte de la gente se queda con lo que aprendió en su primera comunión. 

Respuesta: desgraciadamente los dos puntos que Ud. señala son muy ciertos. Muchos sacerdotes se dicen tan ocupados que la mayoría el pueblo de Dios no tiene la oportunidad de recibir este sacramento con regularidad.  También es cierto que la catequesis sobre el sacramento de la confesión o reconciliación es muy deficiente. A los dos puntos que Ud. señala yo añadiría un tercero: Cantidad de fieles no se acercan a la confesión porque sienten miedo. Es un problema de orden psicológico y también espiritual ya que la acción de los espíritus malignos sobre las emociones impide la libertad interior para acercarse al sacerdote con humildad. Es un asunto de fe. Si no se tiene una fe viva es dificilísimo ir a confesar sus pecados al ministro del perdón. Creo que en toda la Iglesia se debe renovar la pastoral del sacramento de la reconciliación. Es la más urgente y la más importante por las consecuencias que trae. A mi manera de ver y por mi experiencia sostengo que la confesión frecuente de los pecados es el mejor instrumento de sanación interior, liberación de la acción diabólica, y superación de todos los pecados por muy arraigados que estén. 

El encuentro con el sacerdote que te confiesa es el encuentro con Cristo vivo. Voy al ministro con la humildad, la confianza y sobre todo con la fe en que tendré un encuentro amoroso con el mismo Jesús que curó al leproso, que sanó al ciego, que hizo hablar al sordomudo, que reconfortó a la mujer adúltera, que prometió el cielo al buen ladrón. En el confesor veo a Jesús perdonando a Pedro su traición, perdonando a los que lo azotaron, lo juzgaron, lo condenaron y lo clavaron en la cruz. Lo veo perdonándome a mí gran pecador y restaurándome en su amor. Es el Espíritu Santo el que nos enseña a confesar nuestros pecados. El primer interesado en sanarnos, liberarnos, santificarnos es el Padre celestial. Lo hace por medio de su Hijo Jesucristo, lo hace por el poder de su  Espíritu Santo.  Todos los problemas que tenemos, de cualquier índole, tienen su origen en los pecados que hemos cometido y en los que cometemos. A esto hay que añadir los pecados de los que nos rodean. La sanación y liberación radical es la del pecado y sus consecuencias. El más mínimo pecado produce en nosotros estragos espirituales y materiales. No siente necesidad de confesar sus pecados aquel que no ama verdaderamente a Dios. No valora los sufrimientos de Cristo. No tiene una fe viva. No se conoce a sí mismo. El Espíritu Santo nos quiere puros de alma y de corazón. Él nos va revelando los pecados de la vida pasada, como fogonazos que iluminan la oscuridad de la memoria. 

Nos va dando la necesidad cada vez más profunda de reconocernos pecadores y de lanzar al abismo de la misericordia divina las ofensas que hemos hecho al Padre celestial. Allí la bondad de Dios rompe las cadenas, sana las heridas y quebranta el poder de Satanás. La confesión no ha de ser algo banal, superficial, rutinario. Se debe preparar con oración, ayuno, meditación de la Palabra de Dios. Debemos llevar la profunda decisión de humillarnos ante Dios manifestando nuestras heridas al confesor. No se trata de catarsis, no es psicoterapia ni psicoanálisis. El sacramento solamente produce su fruto si desde lo profundo del alma brota el doloroso arrepentimiento por haber ofendido mil veces al Padre. Los demonios no resisten la confesión bien hecha. Son quebrantados y debilitados. Se ven obligados a soltar su presa. Solamente persiste en su pecado y en sus vicios aquel que recita sus pecados como una fría retahíla  de faltas a un código de leyes. En el Diario Espiritual Jesús insiste constantemente ante Isabel exigiéndole arrepentimiento de sus pecados y penitencia reparadora. La Llama de Amor nos lleva a vivir el sacramento de la reconciliación con gran responsabilidad  y profundidad. Entonces veremos las sanaciones y liberaciones que anhelamos.

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