CARTA No.186: Seguimos con el tema anterior 185
Darnos cuenta de que la muerte no nos separa de los difuntos es muy importante para que podamos vivir nuestra Fe Católica en plenitud. La vida no termina con la muerte. Más allá está la eternidad a la que hemos sido llamados. Dios nos invita a vivir esta vida terrenal en gran santidad para que podamos gozar de su amor en plenitud y para siempre una vez que hayamos cruzado las puertas de la muerte. Para el discípulo de Cristo la vida terrenal termina en un glorioso acontecimiento: el encuentro sin velos con el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y nuestros seres queridos. Debemos ser testigos de la Vida, que es Jesucristo. La Muerte ha sido vencida. El paganismo puso a la muerte una careta horrorosa pero Cristo al derrotarla en la cruz la convirtió en el momento más precioso de nuestra existencia. Dios es la pureza misma y nada manchado puede llegar a su presencia. El pecado deja en nuestra alma oscuridades que deben ser purificadas e iluminadas, sanadas y transformadas por el Amor de Dios. La misericordia y la justicia divinas se compaginan para prepararnos al encuentro cara a cara con Él después de la muerte. A eso lo llamamos comunmente “el purgatorio”.
Los teólogos han tratado de explicarnos este “estado del alma” que conlleva mucho dolor y sufrimientos. Este misterio sobrepasa nuestras limitadas capacidades de comprensión intelectual. El purgatorio es una verdad de fe. También la lógica nos ayuda: no puede ver a Dios inmediatamente después de muerto quien haya llevado una vida de pecado. Necesita lavarse de las suciedades en las que se ha revolcado durante el camino hacia la Vida Eterna. En el Diario Espiritual aprendemos a amar sinceramente a nuestros difuntos. Más tarde también nosotros estaremos necesitados de las oraciones, ayunos, obras de misericordia de nuestros hermanos para recibir consuelo. Las almas piden oración y se manifiestan de diversas maneras para llamar nuestra atención. Si sabemos esto estaremos mejor preparados para comprender sus manifestaciones. Este terreno limítrofe entre los muertos y los vivos tiene que ser iluminado por la fe. La Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia deben ayudarnos para que no nos precipitemos en los errores y las trampas del enemigo. El mundo después de la muerte que no vemos con los ojos carnales es sumamente complejo y oscuro. Por un lado están los santos y los ángeles buenos, las almas purgantes, y por el otro los espíritus perversos.
Todos nos rodean y se comunican de alguna manera con nosotros. Los ángeles, los santos, las almas nos aman y conviven con nosotros en una gran familia. Los espíritus malignos nos acechan para dañarnos y engañarnos de múltiples maneras. El asunto más importante es discernir lo que viene de Dios y lo que viene del maligno. Las Sagradas Escrituras nos ponen en guardia contra el peligro más grave: querer entrar en contacto con los demonios y con los difuntos invocándolos para que se aparezcan y nos hablen. Invocar a los muertos se llama espiritismo. La uija y las sesiones de espiritismo desgraciadamente son muy comunes. Es un gran pecado y una gran imprudencia. Querer invocar a los demonios bajo cualquier forma para adquirir sus poderes y disfrutar de ellos está entre los peores errores. Allí entra la magia, la adivinación, la hechicería, los pactos diabólicos, los maleficios, etc. Estos grandes pecados tienen tremendas consecuencias personales y familiares ya que se abren puertas a la acción diabólica. Ya los libros del Antiguo Testamento nos lo dicen a saciedad. Por los difuntos podemos orar intensa y amorosamente ofreciendo a Dios por ellos todo lo que esté a nuestro alcance. A los ángeles y a los santos debemos invocarlos en nuestra ayuda. Debemos cerrar todas las puertas a los avances que el mundo demoníaco nos hace.