CARTA No.39: Considero que la respuesta anterior está incompleta. Continúo respondiendo a Juan Carlos.
Decía que “en teoría todo bautizado, si tiene realmente la Fe en Jesucristo participa del poder del Señor para expulsar demonios. Mucha gente no tiene una Fe verdadera y tampoco la autoridad y santidad de vida para conminar a los espíritus malignos. Es necesario que en toda la Iglesia se crezca en este campo del combate espiritual, que los sacerdotes se formen, que pierdan el miedo a proclamar el Evangelio dando los signos que Jesús daba: la sanación de los enfermos y la expulsión de demonios. Es necesario que los laicos vayan asumiendo su propia responsabilidad en el cuidado pastoral de su propia familia. Deben abrir los ojos y darse cuenta de que los demonios existen, que no son un mito, que no es un invento, y sobre todo que no son un “problema psicológico”. Se ha hecho mucho daño al pueblo de Dios al aceptar de manera acrítica el abuso de las corrientes psiquiátricas y psicológicas que reducen toda la fenomenología que presentan las personas psíquicamente enfermas a causas naturales. La psicología y la psiquiatría sin duda tienen su campo. Igualmente la exorcística tiene el suyo.
Deben colaborar, no invadirse ni anularse porque el resultado es que las personas afectadas son tratadas incorrectamente. En una Diócesis bien organizada, según las leyes de la Iglesia, debe haber un ministerio de liberación presidido por el mismo Obispo y por el o los sacerdotes exorcistas designados por el Ordinario. Este ministerio deberá impulsar en la Diócesis la formación de los sacerdotes y de los laicos para que los fieles sean asistidos cuando se vean afectados por la acción extraordinaria de los espíritus malignos. Las autoridades eclesiásticas se exponen a pecar gravemente cuando los fieles acuden a ellas de manera razonable buscando ayuda y por negligencia culpable no se la dan. Estamos en un terreno en el que pasarán muchos años hasta que se tenga conciencia clara de la necesidad de imitar a Jesús en su manera de evangelización: proclamar la palabra, sanar a los enfermos y liberar a los afectados por la acción diabólica. Es en el interior de la familia donde los cristianos debemos aprender a combatir a los espíritus malignos para detener el avance de la acción diabólica en el mundo.
La Llama de Amor nos enseña a combatirlos. Este es el fruto de la devoción a la Llama de Amor. En primer lugar hay que discernir la presencia de Cristo y la acción de los espíritus malignos. En las familias donde reina Jesús florecen las virtudes cristianas; especialmente el orden interior que dan el amor y la paz de Cristo. El signo claro de la presencia de espíritus malignos en una familia es el desorden interior, la falta de unidad en el amor, y la falta de paz. Allí reinan los vicios. El Diario Espiritual nos lleva a poner en práctica todos los medios que la Iglesia nos da para llevar una vida familiar de Santidad. Al estudiar la vida de Isabel aprendemos a vencer a Satanás oponiéndole los medios que la Iglesia nos da y de manera especial la intercesión del Inmaculado Corazón: “Derrama el efecto de gracia…”. La Virgen obtiene de Dios las gracias que nos dan la victoria contra el maligno. En el Diario no encontramos oraciones de liberación tal como las que nos proponen los numerosos libros que tratan de este tema.
La familia que vive intensamente su Fe vence normalmente los ataques del enemigo. Satanás domina en aquellas familias en las que no se ora ni se viven los sacramentos. El combate contra los espíritus malignos debe ser permanente en toda familia que quiera entrar en el Reino de los Cielos. No podemos estar exentos de los ataques diabólicos. Sí podemos prevenirlos y rechazarlos con el cuidado de los padres de familia y la colaboración de los hijos. Esto lo debemos aprender de la Llama de Amor. En los casos de graves afectaciones diabólicas la familia debe recurrir al poder que tienen los sacerdotes para expulsar a los demonios, o en los casos muy graves, al exorcista oficial. La Llama de Amor nos lleva a vivir una vida cristiana “normal”, es decir de intensa piedad lo que nos protege de las influencias del maligno.